Las Navas del Marqués a 4 de junio de 2023 |
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Susana llevaba días planeándolo meticulosamente. Su ansiada venganza se llevaría a cabo cuando acabara aquella sesión interminable de zumba. Todo el daño recibido en el pasado había tenido un propósito. Aquellas infidelidades, esos mensajes leídos y dejados sin contestar… Desde entonces decidió dar un giro drástico en su vida y se apuntó al gimnasio de su calle.
Era una mujer nueva. Ahora palabras como proteínas, hidratos de carbono o spinning formaban parte de su vocabulario. El recuerdo de aquel domingo en el mercadillo de su barrio dejó huella en ella. Eligió escrupulosamente el material deportivo que utilizaría en aquella especie de cámara de gas a la que se había suscrito durante nada menos que doce meses. Por lo tanto necesitaba ropa que transpirase y fuera cómoda. Cuando entró por primera vez en clase de zumba las luces de colores refractaban en su nuevo uniforme y la sensación que producía en sus compañeros era, más bien, la de un cubo de rubik desordenado. Pero a ella le daba igual todo, Susana iba en serio.
Un momento; dejemos de hablar de Susana y hablemos de su venganza. La venganza venía en forma de tarta de queso que descansaba apaciblemente en el frigorífico desde la noche anterior, refugiándose del calor veraniego de agosto. En sus pies reposaba un lecho de galletas María cuidadosamente machadas. Llegando a la cintura nos encontramos con unas voluptuosas curvas compuestas por queso crema Philadephia, y en la cúspide, sonriéndonos, unas finas láminas de fresa deslizándose unas sobre otras. La venganza tenía una apariencia sólida, textura cremosa y tierno interior.
La clase de zumba había finalizado. El sudor nadaba en la frente de Susana. Sin embargo, esa sensación de malestar producida por el ejercicio físico no le impedía dibujar una sonrisa. Podía saborear la victoria al llegar a casa. Al encenderse las luces de aquel zulo Susana salió sin preámbulos. Era como si pudiera ver el futuro y supiera cómo iban a suceder los próximos acontecimientos.
Abrió la puerta de casa y fue directa a la cocina. Se acercó a la encimera donde le esperaba el juego de cuchillos japoneses Takeshi que, con tanto ahínco, había conseguido a base de recortar los cupones del suplemento de prensa de los domingos. Cogió el más grande. Tenía el dibujo de un pez de colores en el centro de la hoja y unas llamas en la punta. A decir verdad iba a juego con su vestimenta. Susana se sentía como un samurái. Abrió la puerta del frigorífico y clavó su vista en la primera balda, donde se encontraba su víctima. La sombra que se dibujaba en la pared recordaba al Norman Bates en Psicosis. Susana colocó la tarta sobre la vitro. De la tarta se desprendió una lámina de fresa y recorrió su cintura cremosa como una lágrima resbalando por la mejilla. Demasiado tarde. Susana clavó el cuchillo visceralmente y cortó un pedazo sin apenas cambiarle la expresión en el rostro. Lo agarró con sus manos desnudas y lo alzó hasta sus ojos. Veía cómo el queso sangraba por los costados y se derramaba sobre sus manos. Se lamió el pulgar de la mano derecha. Nunca le brillaron tanto los ojos como en ese momento. Entonces lanzó el trozo que sostenía en sus manos y, agarrando el cuchillo de nuevo, empezó a clavarlo sobre la tarta frenéticamente con los ojos entrecerrados. Los restos de queso saltaban por todas partes. Pequeñas pizcas de fresa caían en sus mejillas y parecían lágrimas de sangre. Cuando volvió a abrirlos solo quedaba el plato de cocina lleno de ralladuras. Susana, entonces, miró a su alrededor y observó la escena que acababa de ocurrir. Comenzó a reír ahogadamente. La venganza se había consumado.
Oier Sola